El kimono blanco de Aiko

El viento susurraba entre los pinos cuando Aiko deslizó sus pies descalzos sobre las tablas pulidas del engawa. La seda inmaculada de su kimono blanco acariciaba su piel con una suavidad embriagadora, despertando una extraña sensación de anticipación. La luz tenue del amanecer se reflejaba en la tela, iluminando su figura con un resplandor etéreo. Aquel kimono no era solo un testimonio de tradición; era una invitación al deseo, un lienzo sobre el cual su piel ardía en secreto.

Aiko dejó que la brisa nocturna se filtrara a través de la tela, un susurro frío que contrastaba con el calor que crecía en su interior. Recordó las palabras de su abuela sobre el kimono blanco: un símbolo de pureza, sí, pero también de transformación. Y ella sentía que algo en su interior estaba mutando, algo profundo, primitivo, incontrolable.

Sus dedos se deslizaron lentamente por el obi, sintiendo la presión de la seda alrededor de su cintura, como un abrazo invisible. El roce de la tela contra su piel le provocó un escalofrío placentero. Era un prisionero exquisito, una atadura que prometía y negaba a la vez. Cerró los ojos un instante, dejándose llevar por las sensaciones, por la oleada de calor que se deslizaba por su vientre, por la conciencia de su propia feminidad.

El kimono blanco tenía una historia ancestral. Se usaba en las bodas para simbolizar la entrega total de la mujer, la rendición de su antiguo yo a los brazos de su esposo. También se usaba en la muerte, cuando el cuerpo era envuelto en su pureza para el último viaje. Vida y muerte, placer y abandono, todo entretejido en una prenda que ocultaba tanto como revelaba.

Aiko abrió los ojos y se miró en el espejo. Sus labios estaban entreabiertos, sus mejillas ligeramente sonrojadas. La tela se adhería sutilmente a su piel, revelando la insinuación de sus formas bajo la seda translúcida. Sintió un estremecimiento recorrer su espalda, como si alguien la estuviera observando, como si una presencia invisible pudiera percibir la agitación en su interior.

El sonido lejano de una campana la hizo volver a la realidad. Inspiró profundamente, tratando de controlar la oleada de deseo que la embargaba. La tradición decía que el kimono blanco debía ser llevado con dignidad, con reverencia… pero en ese momento, la seda no era solo un símbolo de pureza, sino un recordatorio de su propia piel, de su carne palpitante bajo la tela.

Con un último vistazo al espejo, Aiko dio un paso adelante. Afuera, el viento seguía susurrando entre los pinos, como si le revelara los secretos de las mujeres que antes que ella habían vestido aquel kimono, aquellas que, como ella, habían sentido el fuego del deseo latir bajo la inmaculada blancura de la tradición.

El tatami crujió bajo sus pies mientras avanzaba por el pasillo en penumbras. Su respiración se volvía cada vez más entrecortada, sus pensamientos se enredaban en imágenes prohibidas, en caricias imaginarias que ardían en su piel. El kimono, que debía envolverla como una armadura, se sentía ahora como una promesa incumplida, como un obstáculo entre ella y la intensidad del placer que palpitaba en su interior.

Se detuvo junto a la puerta corredera de papel y deslizó lentamente los dedos por el borde, sintiendo la textura del shōji bajo sus yemas. Más allá, el jardín iluminado por la luna se extendía como un mar de sombras y reflejos. Su corazón latía con fuerza, su cuerpo respondía a una emoción que no podía nombrar, pero que sentía arder con la fuerza de una llama que había permanecido demasiado tiempo dormida.

Cerró los ojos y apoyó la frente contra la madera fría. Un suspiro escapó de sus labios entreabiertos. El deseo latía dentro de ella como una melodía antigua, como el eco de todas aquellas mujeres que antes que ella habían sentido lo mismo, que habían conocido la dulzura de la espera y la intensidad de la entrega.

El viento se filtró por la abertura de la puerta, levantando apenas el borde de su kimono. Su piel se erizó al contacto del aire nocturno, una caricia etérea que avivó aún más la llama en su interior. Sus manos temblaron sobre el obi, sus pensamientos danzaban al ritmo de su propia ansiedad. ¿Podía permitir que aquel deseo la consumiera? ¿Podía ceder al llamado de su propia piel?

La noche apenas comenzaba, y Aiko sabía que no había retorno. En algún lugar, la campana volvía a sonar, como un susurro que la invitaba a sumergirse en lo desconocido, a perderse en la profundidad de su propio anhelo.

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